Pablo ORDUNA PORTÚS, Universidad Internacional de La rioja
En mayo de 1855, en pleno Bienio Progresista, se publicaba en la Gaceta de Madrid la nueva ley de desamortización y sus instrucciones para ejecutarla. Al ser presentada en Cortes, ya había sido anunciado por parte de su autor, el pamplonés ministro de Hacienda Pascual Madoz, que con su propuesta tenía intención de poner a la venta todos los bienes eclesiásticos, de beneficencia, estatales, de instrucción pública y los comunales o propios de los pueblos. En definitiva, cualquier elemento que perteneciera a ‘manos muertas’ hubiera o no sido sujeto de desamortización y ventas fallidas anteriores. Sólo permitiría la excepción de aquellas escuelas pías o de atención médica que supusieran per se una reducción del gasto ordinario del Estado. Es decir, pretendía ser, y lo logró, la desamortización con mayor volumen de ventas e ingresos para las esquilmadas arcas públicas pasando mucho más desapercibida que otras de mayor eco o sonoridad histórica como la de Mendizábal (1836-1837) (Jiménez, 2007: 325). Como se ha señalado, la del navarro declaraba en estado de venta todo predio rústico o urbano así como cualquier censo o foro ya fuese estatal, religioso o municipal (Coronas, 2003: 13-18). La pretenciosa ley llegó a afectar incluso a los relacionados con el secuestro del ex-infante Don Carlos María Isidro, primer pretendiente carlista al trono y fallecido ese mismo año.
Monumento a Pascual Madoz.
Autor Enfo. Fuente: Wikimedia Commons.
Es verdad que todas las fuerzas políticas del momento, ya fueran conservadoras o liberales, veían necesario rescatar cualquier bien inactivo que permitiera gozar de mayor liquidez económica al gobierno dentro de sus nuevas políticas ‘desarrollistas’ (Paredes, 1986 y Flores, 2007: 71). Lo que pretendía era que existiese un número de propietarios vinculados a la revolución burguesa. Esto daría opción a nuevos planes de obras públicas que pretendían modernizar infraestructuras y equilibrar los presupuestos (Abós, 2009: 191). Sin embargo, la ley del 1 de mayo no tardó en tener algún que otro opositor empezando por el propio ministro de Fomento, Claudio Moyano. Es cierto que éste veía bien que se desamortizaran los bienes del clero regular suprimido, pero no le parecía aceptable que ocurriera lo mismo con aquellos de la Iglesia activa. En él se afirmaba que su requisa y venta iba contra lo acordado entre el Estado y la Santa Sede en el Concordato de 1851. Tal acuerdo reconocía el derecho de la Iglesia a poseer y adquirir bienes suprimiendo “cualquier condena que pudiera aplicarse a los compradores o testaferros de bienes eclesiásticos ya desamortizados” (Corona, 2003: 23). Así que, según Moyano, la ley de su colega ministerial podía llegar a generar conflicto con el poder eclesiástico (Flores, 2007: 74 y Abós, 2009: 185). Ahora bien, la aprobación de una ley de desamortización fue una de las condiciones innegociables que Madoz había presentado al Consejo de Ministros el 21 de enero de 1855 para aceptar el cargo de ministro que le ofrecían. Hay que tener en cuenta además que poseía el apoyo de la mayoría liberal en Cortes (Paredes, 1982: 21).
Es verdad que desde comienzos del XIX diferentes decretos antifeudales ya habían intentado cambiar las normas que determinaban la propiedad de la tierra bajo un régimen jurídico nuevo fundamentado en el modelo liberal burgués de la centuria. Es decir, se sustentaban en la libertad de comercialización de propiedades y la desaparición de privilegios o donaciones reales (Feijóo, 1988: 103-104). En 1851 Ríos Rosas había elaborado un cuestionario para que fuera distribuido por los municipios con objeto de tener una información estadística lo más fidedigna posible y saber qué posibilidades de enajenaciones de bienes propios y comunes había en el territorio. A tal batería de preguntas no respondieron más de dos millares de ayuntamientos, estando sólo dispuestos a tal acción sólo una veintena. Por todo ello, en 1855 Madoz no mandó encuesta alguna ni quiso llegar a consensos con sus opositores. Por el contrario, aprobó su instrucción con el beneplácito del gobierno y el Congreso, desoyendo todas las súplicas que los municipios mandaron a las Cortes para librarse de la norma general. Ahora bien, una de las regiones que primero levantó la voz contra esta política y que mejor supo enfrentarse a ella fue la de su tierra natal, Navarra.
El Viejo Reino no estaba dispuestos a secundar a rajatabla tal proceso de expropiaciones (Paredes, 1982a: 21-22). En el Archivo Real y General de Navarra (ARGN) sí que contamos con expedientes de cada pueblo que nos permiten ver una revisión del volumen porcentual de los bienes –en general fincas urbanas, rústicas y censos- que eran susceptibles de ser desamortizados en el territorio:
Fuente: Elaboración propia
Hay que señalar que la aparición de uno de estos bienes en estos índices no asegura que finalmente fueran subastados. Tras ser evaluados se podía alegar que fuesen exentos de desamortizar atendiendo a los supuestos que establecía la ley aprobada. Así mismo, una vez liquidados podía incluso sufrir un procesos de investigación su venta atendiendo a denuncias o sospechas de fraude e incluso resultar favorable una apelación a su enajenación. En todo caso, hay que señalar que la desamortización de Madoz no afectó a bienes ya desamortizados previamente (Ramos, 2007: 218 y Abós, 2009: 199-200). Eso no quita para que en cuanto a los bienes religiosos se pretendiera vender cualquiera que no hubiera podido ser enajenados en las desamortizaciones anteriores o que hubiese retornado al dominio eclesiástico tras la suspensión de la de Mendizábal–Espartero (Rovira, 1987: 35).
Casa abacial y ropajes de época de Muez.
Auto:r Pablo Álvarez Vidaurre.
Por otro lado, su interés no sólo estaba centrado en el tipo de bien eclesiástico (Abós, 2009: 191). Por ello, se la ha calificado como una desamortización de modelo ‘general’ ya que afectó a todo tipo de bienes y en particular a los “predios rústicos” ya fueran propios o comunales sin respetar su uso colectivo (Rodríguez, 1988 y Bilbao, 1983). Puede que su fin fuera crear un sistema de propiedad diferente, transfiriendo en un mercado abierto las posesiones y produciendo una pre-concentración parcelaria —como la que se iniciaría décadas después a nivel estatal—. La idea de Madoz era que un 20% de los beneficios recayeran en la Hacienda con objeto de liquidar la deuda pública, e intuía que el otro 80% se destinaría a la mejora de las condiciones de vida en los pueblos. Esto quedó al final siendo una quimera y por contra el 3% que se otorgó a los ayuntamientos en títulos de deuda para compensar la pérdida de sus bienes lo único que consiguió no fue sino agravar en muchos casos su paupérrima economía (Rodríguez, 1988: 93-94 y Flores, 2007: 73-74). Como afirma Moro (1983: 58-63), tuvo una importancia superior a las desamortizaciones anteriores por su duración, el volumen de bienes que movilizó y sus repercusiones sociales. No es exactamente una desamortización civil, ya que también afecto a propiedades eclesiásticas, aunque sí es verdad que se privatizaron por primera vez propiedades territoriales de orden institucional —estatal o municipal—. Aun con todo, un tercio del valor de los bienes vendidos provenía de instituciones religiosas. En el caso de Navarra, más de un tercio eclesiásticos (Martí, 2003: 81).
Por aquel entonces existían diferentes jurisdicciones eclesiásticas y civiles en el Estado y cada una de ellas o cada región reaccionó de forma muy dispar ante la ejecución de las medidas aprobadas: o bien de forma voluntariosa, o de reparo y forzosa como en el caso navarro (Friera, 2007: 155-156). Navarra interpretó la ley “de forma singular”, en palabras de Martí (2003: 143-144), intentado sus pueblos no ver mermados sus derechos de aprovechamiento común. Es más, las instituciones forales navarras intentaron parar la aplicación de la ley apoyándose en la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841. Su Junta Provincial de Ventas reinterpretó la ley de forma favorable a los intereses municipales, logrando así exenciones de venta de muchos terrenos comunales (Martí, 2003: 143). Hay que señalar que desde Navarra no llegó ninguna exposición parlamentaria a las Cortes (Fernández, 1986). Simplemente, se releyó la ley a su forma y manera para lograr una aplicación no muy costosa o dolorosa. La nueva ley se enfrentó con una cultura local asentada en un derecho consuetudinario donde la propiedad comunal era en parte su columna vertebral a nivel municipal —como recogía la propia Novísima Recopilación— (Gómez, 1967: 20). Así mismo, la señalada Junta Provincial de Ventas de la región, creada en 1861, hizo desde el principio todo lo posible para lograr multitud de excepciones (Gómez, 1967: 12). Ya de partida, sobre los bienes eclesiásticos, muchas propiedades —casas parroquiales, sus huertos o pertenecidos— “quedaron libres de la sombra de esta ley” alegándose ser esenciales para el correcto funcionamiento del clero en las comarcas (Abós, 2009: 192). En el caso navarro, en 1868, se decidió incluso crear una junta de ventas paralela a la existente para que se hiciese cargo en exclusiva de la desamortización eclesiástica (Gómez, 1967: 95-96). Se buscaba liberar el mayor número de propiedades de este tipo. Fueron exceptuados, así por ejemplo, de venta en Arguedas el granero llamado Primicia, en Guesálaz una casa abacial, en Larragueta una ermita, en Salinas de Pamplona una casa vicarial, en Subiza la abadía y en Tudela un edificio con su iglesia en 1863. Atendiendo a la documentación sita en el mencionado archivo (ARGN), se contabilizan un total de 1483 expedientes de excepción que en el caso de los bienes eclesiásticos suponen 150 unidades compuestas principalmente por casas parroquiales o las mismas más sus huertos rectorales.
Fuente: Elaboración propia
De igual manera, cuando se solicitó un informe del valor de las fincas calculado en reales de vellón por cada provincia, la Diputación de Navarra decidió “no dar facilidad alguna, previendo posibles injerencias del Gobierno en su administración local”. Es más, sus diputados en Cortes mantuvieron una postura de abstención absoluta ante el proyecto o de enfrentamiento con el gobernador civil en Pamplona (Gómez, 1967: 28-29 y 60-74). En cualquier caso, tras el año 1858 aún se continuó con la venta de 231 bienes de diferentes origen: es decir, ya fueran propios, eclesiásticos, de beneficencia, etc. Aún así, en Navarra, atendiendo al número de unidades vendidas desde 1855 que están registradas (ARGN), debemos situar a la cabeza de los bienes desamortizados los de tipo eclesiástico, seguidos por los propios y dejando a la cola los pertenecientes al Real Patrimonio:
Fuente: Elaboración propia
En definitiva, a nivel general, la venta de comunales rurales propició el éxodo rural o la entrada en el modelo de dependencia del jornalero entre muchos campesinos sin recursos(Moro, 1983: 62 y Paredes, 1982b 263 y ss.). Para Azagra (1978) en vez de instaurarse una política de apoyo a un malogrado campesinado se produjo el triunfo de la doctrina ‘liberal’ defensora de la propiedad privada sobre la tradición del ‘comunal’. En la península, la ley dio lugar a un aumento de los latifundios, aunque hay que señalar que en el norte peninsular los comunales de montaña destinados a pastos no generaron interés entre los especuladores burgueses y pudieron quedar en general bajo propiedad municipal. En el resto se invirtió el capital en la acumulación de tierras en vez de la industria y así en vez de “grandes masas de operarios fabriles lo que acabó floreciendo fue un ‘ejército de jornaleros sin tierra’ sin perspectiva de mejora en sus condiciones de vida y convirtiéndose, a ojos del poder liberal, en una inflamable bolsa revolucionaria” (Abós, 2009: 205-208). En cuanto a los bienes eclesiásticos, ya desde 1837, Madoz estaba convencido de que “cualquiera que sea la procedencia de los bienes que la iglesia posee, ésta no ha tenido nunca más que la administración radicando siempre la propiedad en el Estado”. Ante tales posturas anticlericales el enviado del Vaticano no dudó en remitir una carta de protesta. Esta misiva no hizo vacilar al Gobierno que dio en este sentido por cerrados sus acuerdos con los Estados Pontificios (Paredes, 1982b: 267-268).
Iglesia parroquial de Viguria.
Autor: Pablo Orduna Portús
Por otro lado, las compraventas de los bienes no dejaron de acoger operaciones fraudulentas o de especulación desmedida. Se dio el caso de no una sino incontables desapariciones de bienes culturales mediante robos, ocultaciones o este tipo compras irregulares. Estas prácticas supusieron la pérdida de la pista y localización de muchos de los bienes patrimoniales existentes (Fernández, 2007: 509). En Navarra “la irregularidad más grave la constituyen las ventas realizadas mediante acuerdos directos y confidenciales entre las corporaciones y los compradores, a menudo también acreedores y en ocasiones miembros del ayuntamiento o familiares directos” (Lana, 2004: 444). Ahora bien, como señala Iriarte (1996: 80) “la cuestión foral que aparece como trasfondo en la peculiar aplicación de la ley de 1855 en Navarra, se puede interpretar no tanto como una defensa de los derechos de los pueblos, sino más bien como un mecanismo privilegiado de negociación, utilizado principalmente por las oligarquías locales para facilitar el cumplimiento de sus objetivos”. Un ejemplo de esto es que tras la aprobación y ejecución de la ley, sólo en referencia a bienes eclesiásticos, en Navarra se produjeron un total de 90 investigaciones de su subasta. Así mismo, a nivel general, sin importar el tipo de origen o propietario primigenio, hubo 282 reclamaciones. Como podemos ver, se trató de un perjuicio del que no se vio afectado tampoco el patrimonio navarro en todos sus múltiples orígenes de propiedad.
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